El periodista español Ernesto Fernández Samaniego publicó la siguiente historia en la página Basketconfidencial y como aborda una problemática humana que nos roza a todos quienes estamos vinculados a este hermoso deporte, nos parece imprescindible leerlo. Así comprenderemos que, además de todo lo que nos gusta de él, el Básquetbol logra incluir en la vida "normal" a mucha gente que no creía posible hacerlo y sentirlo, según la sensibilidad que demuestran esos lungos, diferente a la nuestra (los petizos emotivos) absolutamente transparente. Leamos.
Era marcadamente distinto. Apenas tuvo infancia. Su estatura y corpulencia le catapultaron a una infinita adolescencia, de desgarbado acné, de timidez vacía y marginadora, de sexo desconocido e imposible, el ajeno, de compañeros crueles y ropa de adulto obligada y costosa. Odiaba jugar con otros, incómodamente resignado a su torpeza, a su altura casi cómica, a la confusión sobre su edad, a su latente tristeza. A veces, gente seguramente morbosa, se hacía fotos a su lado. Se sentía marioneta, anécdota, dolorosamente especial.
Estaba subido a ese extraño pedestal que le hacía diferente, llamativo, ajeno a la disposición normal de lo más común, de lo cotidiano. Vivía escondido, abrumado. Pesaba demasiado, medía demasiado, comía demasiado, destacaba demasiado. El placer de viajar se tornaba en asientos de juguete bajo piernas interminables, la urgencia del baño era un zulo dentro de un bar, donde entrar o salir requería instrucciones. Era enorme. Era distinto. Era peor. O eso pensaba. Fueron años largos, lacerantes.
No pasó mucho tiempo. Musculado, 2,10 m, coordinado, potente, seguro de sí mismo. Aprendió a competir, a obedecer con agrado, a respetar al rival, a mirar hacia arriba a algunos amigos, no demasiados –pero ya no importaba–, a hacerse respetar, a que una acción suya mereciera aplausos, a compartir ropa y confidencias, a jugar a peleas sin hacer daño, a lucir orgulloso espalda, bíceps y torso, a saltar para poder llegar a algo, a ese aro, majestuoso y brillante, salvador de su penar. Vivía, por primera vez, en su propia vida… Era un brillante deportista, un enorme saco de virtudes, humanas y deportivas. Era poste, pívot, cinco, ‘center’. Era grande y poderoso, pero humilde. Era feliz.
El momento de saltar a la pista casi olía diferente, la zona era su casa, sin hipotecas, firmaba autógrafos, sus compañeros eran como él, su vida era para él, su hotel era suyo, su cama era enorme, y se gustaba. Su madre le seguía acariciando, pero la caricia del destino se la ofreció su mano amiga, su mentor.
Escoger es un arte, pero acertar es la obra maestra.
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